¿Cómo representar lo desaparecido, lo que ya no está, lo que es ausente y el tiempo ha borrado? ¿Cómo explicar un horror, un trauma cuya descripción sólo con palabras nunca hace justicia? ¿Cómo llenar el vacío ético de una sociedad anémica que no recuerda el valor de la lucha de generaciones anteriores por la libertad? El arte se ha convertido en un elemento fundamental para poder responder a estos interrogantes. Las acciones que ha propiciado han ido evolucionando en función del momento y del lugar: el Holocausto, las víctimas de la guerra civil, el antifranquismo… ni se recuerdan ni se representan hoy de la misma manera que ayer. El uso del pasado a través del arte ha dejado de tener un significado sólo perceptible por círculos sociales limitados para involucrar a un espectro ciudadano más amplio, para tener un rol social más activo y comprometido con la memoria democrática. El espacio público se ha erigido como el escenario más indicado, el ágora ciudadana donde las personas andan, se encuentran, discuten, reivindican, celebran fiestas, aman y viven. El espacio público es el lugar idóneo para realizar estas acciones artísticas, para la activación de asaltos en el ágora y para activar o desactivar socialmente las piedras a través de los llamados contramonumentos.