Es poco conocido que el uranio empleado en la bomba atómica que devastó Hiroshima el 6 de agosto de 1945 se extrajo de la mina de Shinkolobwe, en la actual República Democrática del Congo, entonces bajo dominio belga. La población local empleada, también niños, fue sometida a trabajos forzados, además de a la exposición a altos niveles de radiación, dejando múltiples secuelas que, al igual que en Japón, perduran en el territorio. Este hecho nos permite trazar un vínculo entre colonialismo y guerra que trasciende a los límites temporales de la IIGM.
La expansión imperial europea, que se inició en la segunda mitad del siglo XIX y se caracterizó por el establecimiento de colonias en África, Asia y el Pacífico, representa un elemento esencial para comprender la globalización de los conflictos bélicos en el siglo XX. Sin embargo, más allá de considerar a las colonias únicamente como teatros de operaciones militares, es fundamental reconocer que la población colonizada, con un enfoque especial en mujeres y niños, ha sido sistemáticamente excluida de las narrativas que abordan estos conflictos. Sus cuerpos y experiencias se utilizaron para alimentar la propaganda imperial y perpetuar los estereotipos que la sostenían, invisibilizando en los registros del periodo su agencias y experiencias.
Al término de la contienda, alrededor de 750 millones de personas, equivalente a un tercio de la población mundial, residían en territorios colonizados. El Imperio Británico contaba con un cuarto de la población global bajo su soberanía y, en palabras del historiador Chima J. Korieh, “Gran Bretaña no estaba en guerra, sino que lo estaba su imperio”. Su participación en el conflicto fue diversa tanto en la retaguardia como en el frente, aunque siempre mucho más invisibilizada. Por ejemplo, se calcula que alrededor de 450.000 combatientes africanos fueron movilizados por el ejército francés durante la guerra. Estos soldados enfrentaron discriminación a lo largo de la contienda, culminando con la controvertida decisión de De Gaulle de “blanquear” las fuerzas que marcharon hacia París en agosto de 1944.
La guerra en los entornos imperiales exacerbó las prácticas de violencia que habían perdurado durante toda la etapa colonial. Éstas incluían rígidas jerarquías raciales, el trabajo coercitivo para la explotación de los recursos naturales y agrícolas, el desvío de suministros locales en beneficio de las exportaciones hacia los centros imperiales, así como la movilización de combatientes. La población de estos territorios quedó marginada de la ayuda humanitaria, pero se unió en sólidas redes de apoyo local, lideradas principalmente por mujeres, aunque estas redes han sido insuficientemente documentadas debido al sesgo eurocéntrico. La conclusión de la guerra en 1945 no marcó el fin de los desafíos para esta población, que en muchos casos continuó luchando, esta vez contra las metrópolis que aún hoy no reconocen su papel en el conflicto.
El lema “estos son los recursos de la guerra” perteneció a una campaña propagandística británica que tenía por objetivo destacar el papel de las colonias en el esfuerzo bélico de la IIGM. La creciente demanda de caucho, estaño, algodón para tejidos, azúcar, pieles, arroz y muchos otros recursos condujo a un aumento significativo en la movilización de la mano de obra local, en especial de mujeres, y también de niños, quienes se vieron sometidos a condiciones de trabajo extremadamente difíciles y a prácticas de reclutamiento coercitivo.
Como consecuencia, se desencadenaron crisis alimentarias en estos territorios, donde los sistemas productivos habían sido transformados a lo largo del periodo colonial en favor de los intereses de la metrópolis, en lugar de atender a las necesidades locales. Un ejemplo notable de esta problemática fue la devastadora hambruna que azotó la región de Bengala (India) en 1942 y 1943. La exportación de alimentos hacia los frentes de batalla, junto con el aumento de las tropas estacionadas en la región y la invasión de Birmania, provocó una crisis humanitaria que se cobró la vida de entre dos y tres millones de personas, con un impacto particularmente devastador en la población infantil. Esta crisis generó migraciones internas y desestructuración familiar, con tasas significativas de abandono infantil y orfandad, lo que a su vez condujo a altas tasas de explotación laboral y sexual de estos segmentos vulnerables.
La explotación infantil no fue una excepción en momentos de crisis, sino una característica constante de los sistemas imperiales. A pesar de la propaganda que mostraba escuelas y hospitales, destinados en realidad a una minoría, la administración colonial empleó a toda la población en plantaciones, minas e industrias. Sin embargo, hay un registro fotográfico limitado de esta realidad debido a los retratos sesgados de la supuesta labor “civilizadora” en estos territorios y la creciente protección de los derechos infantiles en Europa. Esto ocultó la concepción racializada de la infancia en las colonias, la cual era privada de los derechos de los niños y las niñas de la metrópolis por su condición de colonizados.
Los regímenes de servidumbre infantil en el Hong Kong británico y la Indochina francesa, que involucraban la adopción coercitiva, fundamentalmente de niñas, han sido documentados desde el siglo XIX y persistieron hasta el final de la contienda. En el contexto de la colonización en África, el trabajo infantil también fue ampliamente prevalente hasta la descolonización, justificándose esta práctica a través de arquetipos raciales y la supuesta costumbre local. En definitiva, los recursos de la guerra se apoyaron en la explotación de hombres, mujeres y niños, con un elevado coste humano y social.
Para las poblaciones colonizadas, la IIGM llegó después de violentos procesos de ocupación y colonización. Al concluir el conflicto, una parte de la sociedad que había sido instrumentalizada en la guerra, privada de derechos durante décadas y empobrecida, inició procesos de descolonización que, en ocasiones, desencadenaron nuevos conflictos bélicos y revueltas generalizadas en la región. La guerra no abandonó a su población; más bien, la inspiró a asumir el liderazgo en la lucha por su emancipación, que representaba la culminación de una larga genealogía de resistencias contra la ocupación. Mientras en Europa se construía la paz, las potencias coloniales respondían a estas aspiraciones en Oriente, India, Indochina, Indonesia o África con violencia y crímenes de guerra.
La historia de los niños amerasiáticos, también conocidos como “Dust Children” o “Bụi đời” (en inglés y vietnamita respectivamente), es una de las más documentadas del conflicto. Estos son aproximadamente 100.000 niños y niñas nacidos de madres vietnamitas y padres estadounidenses, resultados de abusos sexuales o de relaciones estables, quienes fueron rechazados por ambas sociedades y crecieron en las calles o en orfanatos. En 1988, Estados Unidos finalmente los reconoció y permitió la creación de visas, lo que llevó a que más de 20.000 de ellos se trasladaran al país.
La guerra de Indochina/Vietnam constituye una de las diversas experiencias bélicas que surgieron después de la IIGM en las colonias, coincidiendo con la creación de un nuevo orden mundial y el surgimiento del “tercer mundo” como espacio que debían ocupar. La guerra de Argelia (1954-1962), la rebelión Mau-Mau en Kenia (1952-1960), la guerra de Angola (1961-1975-2002), la partición de Pakistán y la India tras la independencia (1945-1947), así como la de Palestina (1947-1948), la revolución de Indonesia contra los Países Bajos (1945-1949) y un largo etcétera, ejemplifican las realidades violentas que marcaron el camino de las colonias hacia la emancipación y la gestión de la realidad político-social postcolonial. Millones de vidas perdidas, cientos de miles de personas desplazadas y conflictos civiles, junto con el empobrecimiento estructural, representan el elevado coste humano del colonialismo y su final. Las cicatrices y legados de estas experiencias persisten en el Sur Global, a la espera de políticas reparadoras y reconocimiento del espolio, los crímenes, los desastres ecológicos y la desigualdad.